Levantó la mirada cansado. El resto de su cuerpo yacía en el suelo incapaz de moverse. Parpadeó perplejo. Entrecerró los ojos en un esfuerzo por enfocar la imagen; apretó fuerte hasta que sintió que los ojos le iban a estallar. Seguía viendo lo mismo: un cuerpo muerto, desangrado, desnudo, sin cuello y sin cabeza, como un pollo listo para meter al horno.
Intentó hacer algo, lo que fuese, gritar, salir corriendo, pero no pudo hacer nada, o casi nada; podía llorar, llorar abundantemente. Se dio cuenta cuando las lágrimas mojaron sus labios. Eran saladas. Muy saladas. La cabeza parecía querer explotarle. Le dolía mucho. Y los ojos. Los ojos que no paraban de llorar, se cerraron.
Abrió los ojos, feliz; había soñado que estaba jugando al baloncesto, de pívot, y que ganaba. Entonces volvió a ver su cuerpo muerto y descabezado en el suelo. La desesperación llenó su garganta. Recordó y le inundó el pánico. Luego el aburrimiento. Fue entonces cuando empezó a pensar, a discurrir. ¿Como podía estar tan seguro de que aquel cuerpo era suyo? Podía ser el de cualquiera. Un cuerpo feo, delgado, libido. Observó sus extremidades, cortas, finas, nervudas. Y la barriguilla, flácida, peluda. Si aquel era su cuerpo no le extrañaría que simplemente se le hubiese quebrado el cuello. La idea le hizo gracia. Esbozó una sonrisa. Y siguió pensando. ¿Como era su cuerpo?¿Quien era él? Comprendió que había perdido la memoria. Volvió a sonreír con ironía: conservaba la cabeza pero había perdido la memoria. Pasó un buen rato pensando gilipolleces. Cuando se cansó volvió a mirar el cadáver. Sentía que aquel era su cuerpo. Lo sabía. No podía explicarlo. Pero estaba prácticamente seguro. El sueño le invadió...
Unas voces le despertaron, voces que se alejaban. Abrió los ojos. Su cuerpo ya no estaba. ¡Su cuerpo! Estaba seguro de que era suyo. Aquello era de locos. Apretó las mandíbulas hasta que los oídos parecieron explotarle. Sonó un pitido. ¡Su cuerpo! Le habían robado su cuerpo. Notó que algo húmedo manaba de sus oídos. Perdió el conocimiento.
Despertó. El sol le daba en la cara provocándole una agradable sensación. Entreabrió los ojos. Notó que tenía una erección. Sonrió. Miró y vio su corpulento y joven cuerpo. Volvió a sonreír. Era el tipo más feliz del mundo.
Por supuesto pensaba demandar al hospital y a la penitenciaría; había sufrido lo indecible. ¿Podría demostrarlo? ¡Por supuesto! El era Noxin, Paul Noxin. Y estaba en una habitación del V.I.P. Memorial Center. Esta historia le reportaría unos cuantos millones más. Y un poco más de fama y reconocimiento. Sonrió. ¿Que título le pondría al programa especial? “Sin cabeza. Mi descenso a los infiernos”... “In mortem: La muerte en directo”... Ya vería...
Estos y otros pensamientos fueron interrumpidos por la entrada en la habitación del doctor Tse-Ming, jefe del programa de Reubicación Penal. - Señor Noxin, siento mucho lo sucedido. En los doce años que llevo al frente de este programa jamás había ocurrido nada parecido...
Paul no le escuchaba. Siguió vagando en su pensamientos... El programa se inició a finales de los 20 como un intento de salvar a las celebridades de la decadencia y la muerte. Hacía tiempo superados el peligro al rechazo y el envejecimiento neuronal, el método era relativamente sencillo y económico. Cuando sus cuerpos ya no toleraban más trasplantes ni tratamientos reubicaban sus cerebros en un cuerpo nuevo y joven. Había muchos. Las cárceles estaban llenas de condenados a muerte...
Sonrió. Lo recordaba todo. Recordaba como sus abogados habían convencido a ese pobre desgraciado para que le donara su cuerpo; para que lo mantuviera sano e hiciera ejercicio. Recordaba como durante más de un año había estado yendo a la prisión para contemplar secretamente, con lujuria, como cuidaban y cebaban su nuevo cuerpo. Soltó una carcajada. Era feliz...
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