En la mayor parte del mundo, el Día del Trabajador es la fiesta internacional de los trabajadores, ligada a la cruenta lucha mantenida durante el siglo XIX por los obreros norteamericanos para conseguir una jornada de ocho horas. El Día del Trabajador que acaba de terminar me produce sombrías reflexiones.
Hace una década, un provechoso término fue acuñado en honor del Día del Trabajador por activistas radicales italianos, defensores de los derechos de los trabajadores: “precariedad”. Al principio hacía referencia a la cada vez más precaria existencia de los trabajadores socialmente marginados – mujeres, jóvenes, extranjeros. Posteriormente pasó a aplicarse al creciente “precariado” formado por la totalidad del mercado laboral, el “proletariado precario” que sufre los planes de des-sindicalización, flexibilización y des-regularización que forman parte del ataque a los derechos de los trabajadores en todo el mundo.
En aquel momento, incluso en Europa había una preocupación creciente por lo que el especialista en historia de los trabajadores Ronaldo Munck, citando a Ulrich Beck, llama la “brasilización de Occidente” – la proliferación del trabajo temporal e inestable, la discontinuidad y la amplia flexibilidad laboral en las sociedades occidentales que hasta entonces habían sido los bastiones del pleno empleo.”
La guerra estatal y corporativa contra los sindicatos se ha extendido recientemente al sector público, con leyes que suprimen la negociación colectiva y otros derechos fundamentales. Incluso en la Massachusetts defensora de los derechos laborales, la Cámara de Representantes aprobó justo antes del Día de los Trabajadores limitar severamente los derechos de policías, docentes y otros empleados públicos para abaratar el gasto en atención sanitaria – asunto primordial en Estados Unidos, con su disfuncional y altamente ineficiente sistema sanitario privado.
El resto del mundo puede que asocie el 1 de mayo con la lucha de los trabajadores norteamericanos por sus derechos fundamentales, pero en los Estados Unidos esa solidaridad se ha suprimido en favor de una fiesta patriotera. El 1 de mayo es el “Día de la Lealtad” (Loyalty Day), designado por el Congreso en 1958 como el día de “la reafirmación de la lealtad a los Estados Unidos y el reconocimiento de la libertad norteamericana como patrimonio cultural”.
El presidente Eisenhower proclamó además que el Día de la Lealtad es también el Día de la Ley (Law Day), que se reafirma anualmente izando la bandera y acompañándola de los mensajes “Justicia para todos”, “Las bases de la libertad” y “Lucha por la justicia”.
El calendario norteamericano tiene un Día del Trabajo en septiembre, que celebra la vuelta al trabajo después de unas vacaciones que son mucho más breves que en otros países industrializados.
La virulencia del ataque a los derechos laborales por parte de las élites económicas norteamericanas queda patente en el hecho de que, durante 60 años, Washington no haya ratificado el principio básico de la legislación laboral internacional, que garantiza la libertad de asociación1. El analista jurídico Steve Charnovitz lo llama “el tratado intocable de la política norteamericana” y señala que nunca ha habido debate alguno sobre el tema.
El rechazo de Washington a ratificar los convenios respaldados por la Organización Internacional del Trabajo2 (OIT) contrasta marcadamente con su compromiso para imponer los derechos del monopolio de precios de las corporaciones, disfrazado bajo un manto de “libre comercio” en uno de los orwellismos contemporáneos.
En 2004, la OIT denunció que “los problemas de inseguridad económica y social se están multiplicando debido a la globalización y a las políticas asociadas a esta, ya que el sistema económico global se ha vuelto más volátil y los trabajadores están pagando cada vez en mayor medida las consecuencias de los riesgos, por ejemplo, a través de las reformas del sistema de pensiones y del sistema sanitario”.
Esto fue la que los economistas llaman la época de la Gran Moderación (Great Moderation), aclamada como “una de las mayores transformaciones de la historia moderna”, liderada por los Estados Unidos y basada en “la liberación de los mercados” y particularmente en “la desregulación de los mercados financieros”.
Este panegírico al sistema norteamericano de mercados libres fue pronunciado por el editor del Wall Street Journal, Gerard Baker, en enero de 2007, solo unos meses antes de que el sistema se derrumbara – y con el los cimientos de la teología económica en los que se basaba – llevando a la economía mundial al borde del desastre.
El desplome económico dejó a los Estados Unidos con niveles elevadísimos de desempleo comparables a los de la Gran Depresión, y en muchos aspectos peores, porque con las actuales políticas de los expertos, esos trabajos no se recuperarán, como sucedió gracias a los masivos estímulos económicos del gobierno durante la Segunda Guerra Mundial y las posteriores décadas de la “edad dorada” del capitalismo de estado.
Durante la Gran Moderación, los trabajadores norteamericanos se habían acostumbrado a una existencia precaria. El surgimiento de un precariado norteamericano fue orgullosamente aclamado como un factor primordial en la Gran Moderación que produjo la ralentización del crecimiento económico, el descenso efectivo de los ingresos de la mayoría de la población, y riqueza más allá de los sueños de la codicia para un reducido sector, una fracción del 1 por ciento, principalmente directores ejecutivos (también llamados CEOs: del inglés Chief Executive Officer), gestores de fondos de inversión y similares.
El sumo sacerdote de este portento económico fue Alan Greenspan, descrito por la prensa económica como “un santo varón” debido a su brillante gestión. Regodeándose en sus logros, declaró ante el congreso que estos se debían en parte a “la restricción atípica de los aumentos salariales (la cual) parece ser principalmente la consecuencia de una mayor inseguridad laboral ”.
El desastre de la Gran Moderación fue superado gracias a los heroicos esfuerzos del gobierno para recompensar a los culpables. Neil Barofsky, al dimitir el 30 de marzo como inspector general del programa de rescate, escribió un revelador artículo de opinión en el New York Times sobre el funcionamiento del rescate.
Teóricamente, la ley que autorizó el rescate fue un chollo: Las instituciones financieras serían salvadas por los contribuyentes, y las víctimas de sus fechorías serían en cierto modo compensadas con medidas que garantizarían el valor de las viviendas y preservarían la propiedad de las mismas.
Parte del chollo se cumplió: Las instituciones financieras fueron generosamente recompensadas por causar la crisis, y los evidentes delitos que cometieron perdonados. Pero el resto del programa se tambaleaba.
Como dice Barofsky:”Las ejecuciones hipotecarias siguen aumentando, con entre 8 y 13 millones de demandas previstas durante la vida del programa de rescate” mientras ”los bancos más importantes son un 20 por ciento más grandes de lo que eran antes de la crisis y controlan más que nunca nuestra economía. Asumen, razonablemente, que el gobierno les rescatará de nuevo, si es necesario. Es más, las agencias de calificación de riesgo incorporan futuros rescates del gobierno en sus valoraciones de los bancos más grandes, incrementando las distorsiones del mercado que les proporcionan a estos grandes bancos una ventaja injusta sobre entidades más pequeñas, que continúan pasando apuros”.
En pocas palabras, los programas del presidente Obama fueron “un regalo para los ejecutivos de Wall Street” y un golpe en el plexo solar para sus victimas indefensas.
El resultado debería sorprender sólo a aquellos que insisten con ingenuidad desesperada en el diseño y la implementación de políticas, particularmente cuando el poder económico está altamente concentrado y el capitalismo de estado ha entrado en una nueva etapa de “destrucción creativa”; tomando prestada la famosa frase de Joseph Schumpeter, pero dándole un giro: creativa para enriquecer y dar más poder a los ricos y poderosos, mientras el resto es libre de sobrevivir como pueda, mientras celebra el Día de la Lealtad y el Día de la Ley.
Autor: Noam Chomsky (May 2, 2011)
1 La libertad de asociación es un derecho fundamental reconocido en el artículo 22 de la Constitución Española.
2 En inglés International Labor Organization (ILO).
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