
Lo habían conseguido. Por fin la ciencia podía dar respuesta a una de las preguntas que durante más tiempo habían acompañado al ser humano. Y la respuesta no podía ser más decepcionante: Sí.
Porque, bueno sí: dios existía, eso era irrefutable, pero...
Hacían ya ciento veinticinco años desde que se dio a conocer la noticia y sus efectos no pasaban inadvertidos a nadie: los que habían sido los seres más poderosos del planeta languidecían, se marchitaban lentamente sin previsión de un futuro. Sin pánico, casi sin violencia, casi sin miedo. Era algo tan sutil, tan etéreo, a la par que contundente y definitivo.
Al principio cundió el júbilo y la alegría; aunque con un resultado inesperado para muchos científicos, la ciencia al fin podía dar respuesta a la eterna pregunta sobre la existencia de dios. Había quedado empíricamente demostrada su existencia.
Gracias a los avances del siglo XXI en física cuántica, y sobre todo a su aplicación en el campo de la computación, se había alcanzado el hito. No fue algo buscado, sino que, como tantas otras veces, el accidente estuvo de parte del investigador. Con la aparición de los primeros ordenadores cuánticos muchos pronosticaban que el mundo iba a sufrir su mayor revolución, pero antes de que esto ocurriera tuvieron que solucionar unos “ligeros problemillas”: los resultados no cuadraban con los de la computación tradicional; no es que fuesen aleatorios o careciesen de sentido, simplemente no cuadraban.
Casi seis meses se tardó en constatar que dichos errores se solucionaban aplicando una constante; constante que pasó a conocerse, no sin cierto cachondeo en el mundo académico, como “constante divina”. Tan sencillo como aplicarla y todo volvía a encajar. Sólo había un problema, y sólo para los que no fuesen ingenieros: ¿de dónde procedía esa constante?¿qué representaba?.
Con los nuevos ordenadores cuánticos funcionando a máximo rendimiento sólo fue cosa de tres años que dieran con la solución. Esa constante era información; no en sí misma, sino más bien como una especie de canal de transporte de dicha información. Cuando ellos trabajaban con los quantos alguien más lo estaba haciendo. Un nuevo problema surgía con la solución.
Un año más tarde llegó la respuesta definitiva: Toda la materia del universo funcionaba como una vasta red que transmitía información constantemente. Era como un cerebro enviando impulsos entre sus neuronas, aunque infinitamente más complejo y menos delicado.
Pero si el universo era una vasta inteligencia en sí misma, sólo se podía llegar a una conclusión: El universo era dios o, lo que es lo mismo, dios era el universo; dios omnisciente, omnipresente, que todo lo sabe y todo lo ve: sí, eso era el universo. Creador y destructor: también. Todopoderoso: por supuesto. Inteligente: no se podía afirmar con rotundidad que no. O, al menos, no del todo.
Durante 2 años se realizaron multitud de pruebas de campo (la mayoría a nivel cósmico), ensayos, simulaciones y cálculos. Y al final se produjo un dictamen. La materia del universo, con su colosal potencia de cálculo, tenía cierta inteligencia: la de un téutido, es decir la de un cefalópodo o, como dijeron los titulares de las noticias, la de un calamar.
Y eso estaba bien, para un calamar; pero para el ser humano imposibilitaba todo intento de acercamiento, de comunicación, de comprensión. Desolador. Un ser sin consciencia de sí mismo. Un no rotundo al libre albedrío, acompañado de la desesperanza de saber que todo lo que te pase carece de sentido. El dolor de saber que cada nuevo big-bang traería un nuevo dios imbécil para hacer y deshacer a su no voluntad un universo entero.
Aquello fue el fin de la raza humana. El golpe más duro que jamas recibió. Las religiones cayeron unas tras otras; ¿quién quiere adorar a un calamar? Bueno, sí unos cuantos lo hicieron durante un tiempo...
También la filosofía se acabó extinguiendo: la respuesta a todos los porqués era un “calamar”. El mundo fue perdiendo el interés por sí mismo y lo que le rodeaba. Ni siquiera el placer resultaba ya reconfortante. ¡Un Calamar! ¡Un puñetero calamar! La gente se pasaba todo el día dándole vueltas, y cuando más vueltas le daba, más triste y carente de sentido les parecía todo. El mundo fue volviéndose gris, silencioso y sucio... Hacían más de 20 años desde que había nacido el último ser humano...
Muchos no lo querían reconocer y hacían como que todo seguía igual, pero eso tampoco les dio resultado. La humanidad se extinguió, y con ella, la idea de dios; quién sabe por cuanto tiempo...
Genial como siempre
ResponderEliminarLa cuestión no es sólo si hay o no dios, sino cómo es ese dios, porque si no cumple unos mínimos...
ResponderEliminarMuy bueno, tan solo una pequeña corrección:
ResponderEliminar"una basta red" debería ser "una Vasta red"
Saludos
Muchas gracias por la corrección Gustavo; corrijo la errata inmediatamente e intentaré ser mucho más cuidadoso, nuestro idioma se lo merece... :))
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