Pablo

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Pablo sabía que sólo faltaban dos semanas para su cumpleaños, y eso le provocaba cierto temor. Por fin podría trabajar, disponer de su propio dinero, salir con los amigos, y hacer lo que quisiera. En definitiva, iba a ser mayor de edad. Pero también tendría que abandonar el hogar familiar, y eso no le gustaba nada, nada en absoluto.
Iría a vivir a un bloque de trabajadores, donde compartiría habitación con otros veinte compañeros, y tendría su propia litera individual, con su propio puesto multimedia y conexión sin restricciones a la red. También se le asignaría una taquilla para guardar sus efectos personales; y contaría con servicios de lavandería, comedor y sala recreativa (con pantallas gigantes). El vídeo que les habían puesto en la clase preparatoria lo explicaba todo muy bien.
Cuando no estuviera ni trabajando, ni comiendo, ni durmiendo, podría salir del edificio a gastar el sueldo, “su” sueldo, como quisiera en las zonas de ocio. Aunque papá y mamá le habían aconsejado todo lo contrario, sabía que acabaría haciendo lo que todos los de su edad hacían: salir de juerga (a pesar de que no sabía muy bien que era), competir en los campeonatos virtuales mundiales; y por supuesto, también echarse algunas novias.
Sus padres; los iba a echar de menos. Eran muy especiales; todo lo que se podía ser en aquellos tiempos. Le hablaban con cariño. Incluso dedicaban parte de su escaso tiempo libre a jugar con él. Pero tendría que olvidarlos por un tiempo. No podría verlos ni hablar con ellos hasta que no hubiese pasado el año de prueba tras el cual se le concedería el Gran Derecho: el derecho a votar. Eso le daba miedo. No votar, sino estar sin sus padres, las dos únicas personas que se habían ocupado de él y que le habían mostrado algo de afecto.
Intentó no darle más vueltas. De todas formas no tenía otra opción. No había nada que pensar. Todos lo hacían cuando llegaba el momento. Y en caso de no hacerlo, aún era peor; te llevaban a la fuerza y después, como castigo, te destinaban a los peores puestos. Recordaba como se habían llevado el año anterior a su vecina, llorando, chillando. Dos tipos grandes, musculosos. Los padres no hicieron nada, no podían hacer nada salvo llorar en silencio. Posiblemente la hicieran “trabajar” de puta; no sabía que era, sólo que era el peor de los servicios que te podía tocar prestar. Mas valía irse por las buenas.
Respiró hondo, como tantas veces había visto hacer a su padre, y se dijo a sí mismo que era valiente y que todo le iría muy bien. Miró a su alrededor: algún día tendría pareja, y tendrían su propia casa, como aquella, y con un poco de suerte, su propia hija o hijo. Bueno, la casa quizá un poco mejor - deseó en silencio. No es que se quejara, pero no le gustaban las goteras... ni las ratas.
En ese momento lo llamaron a cenar. Ese día tocaba su plato favorito: puré de patata McKain y hamburguesa McMice. Así que se olvido de sus temores y corrió a la llamada de su madre. Si se lo acababa todo, y si sus padres no estaban demasiado cansados, jugarían un rato juntos.
Sonrió mientras le mentía a su padre, diciéndole que ya se había lavado las manos en el barreño. No por la mentira, sino por pensar que aún le quedaban dos semanas para seguir siendo un niño, aún faltaban quince días para su sexto cumpleaños...
Esos días fueron los últimos recuerdos felices de Pablo. Luego empezó a trabajar; la mitad de tiempo que sus padres, pero demasiado para él. No aguantó las diez horas, seis días a la semana, que tenía asignadas; tampoco las juergas de pegamento, alcohol con zumo en polvo y barracas-disco, que empezó a correrse para no pensar, ni sentir.
Murió un mes antes de superar el año de prueba; nadie supo de que, porque nadie pago la autopsia. Posiblemente fuera de tuberculosis, dadas las condiciones del bloque que se le asigno (ni mejores ni peores que las del resto, o sea malas).
El cuerpo fue incinerado, en las instalaciones energéticas (ahí trabajo yo) que dan suministro al centro VIP de la metrópolis; quemado con el de otras y otros que como él no habían conseguido demostrar su utilidad a esta sociedad.
Conozco la historia por pura casualidad; son miles de cadáveres los que pasan ante mis ojos diariamente... y también porque soy su hermano mayor; sólo lo vi una vez, el era muy pequeño; es imposible que se acordara. A papá y a mamá, ese mismo año, tres meses más tarde, se los llevaron al Dorado Retiro (o como dice mi compañero López a “Galletitas”). Ellos se enteraron porque les avisé yo, el único que queda de este aborto de familia.
Si no pasa nada, mañana, se me asignara compañera y apartamento (ya he cumplido los dieciséis). Pronto podré tener mis propios hijos; o mejor dicho, se me exigirá que los tenga. Si todo va bien serán dos; y después, también a mí y a mi pareja nos harán “Galletitas”. Ya no seremos productivos... y alguien tendrá que alimentar las calderas de esta sucia ciudad... pero para eso aún faltan unos 15 años... estoy en lo mejor de mi vida... en mi momento más productivo...

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