¡Vostok para todos!

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Imagina un tiempo, hace un millón de años, en el que la Tierra era un planeta virgen. Imagina un tiempo en el que toda el agua del planeta Tierra estaba intacta, perfecta, pura. Imagina ese agua formando nubes en la atmósfera, cayendo en forma de nieve.
Blanco sobre blanco, siglo sobre siglo, comprimida hasta formar hielo, empujada por su propio peso hacia las profundidades del corazón de la Antártida, donde ha permanecido inalterada, aislada del exterior...
Hasta hoy, cuando los valientes científicos e ingenieros rusos de Vostok Springs, atendiendo a las necesidades de los más exigentes paladares, ponen en su mesa un producto único: agua procedente de hielo puro y cristalino obtenido a más de 2 kilómetros de profundidad; sin tratamientos químicos; sin aditivos.
Disfruta del sabor de una era sin contaminación. Disfruta de Vostok Springs.

Apagó la tele asqueado. Llevaban ya una semana con el puñetero anuncio... siempre lo mismo: lo mejor para los mejores. La mitad de los anuncios ofrecían productos fuera del alcance del 90 % de la población. Estaba harto de detener a delincuentes cuyo único delito era querer vivir por encima de sus posibilidades. Estaba harto de ser el perro guardián de unas élites corruptas y decadentes. De hecho, estaba a punto de tirar la toalla cuando sonó el teléfono. Como era diestro tubo que dejar la pistola para cogerlo. Era una llamada de la central. Otro ricachón había sido encontrado muerto. Todo apuntaba a que había sido el hijo, que permanecía detenido. El inspector Garzón salió corriendo hacia el lugar de los hechos.

Mientras conducía por unas calles desérticas (el precio de la gasolina era prohibitivo) recapituló lo acaecido durante la última semana... todo había ido muy rápido; se habían producido más de doce... trece asesinatos, solo en la Comunidad de Madrid, en los que el muerto era inmensamente rico, y todos los indicios apuntaban de manera directa o indirecta a los herederos. Él coordinaba todas las investigaciones sobre los magnicidios. Aparentemente, no tenían nada en común, salvo que los muertos eran inmensamente ricos, y que habían sido asesinados por familiares. Eso, y el breve lapso de tiempo en el que habían ocurrido.

Cuando llegó a la comisaría, saludo rutinaria pero amablemente a los compañeros y se dirigió a la sala de vídeo de interrogatorios; el detenido estaba en la número tres. El abogado ya estaba presente, así que dio orden de que se iniciara la toma de declaración. Siete minutos le bastaron. El detenido confesó y dijo que había actuado en un estado de enajenación mental provocado por un shock; motivo del shock: la decisión del muerto de donar a diferentes personas y entidades benéficas la práctica totalidad de su fortuna. Ya se sabía esa historia.

Abandonó la sala y fue a por su coche para dirigirse al lugar del crimen. Aquel caso era el más extraño al que se había enfrentado en su vida. Al principio pensó que una secta o una sociedad secreta podrían ser la explicación al extraño comportamiento de los muertos; o quizá una organización terrorista o una red de extorsión. Y en esas direcciones abrió líneas de investigación; pero pronto se dio cuenta de que no eran válidas. Y pronto, también, advirtió el carácter internacional de los hechos; primero, por las noticias, y después, por la petición oficial de sus superiores de una colaboración total con el FBI y Scotland Yard.

Los motivos de los homicidas le parecían claros y de momento no le preocupaban. Simplemente no querían renunciar a “su” dinero. Pero, ¿qué había podido mover a trece personas a querer donar toda su riqueza? Contradiciendo todas sus acciones y declaraciones pretéritas. Garzón pensaba que si podía contestar a esa pregunta, el resto de las respuestas vendrían solas. Estaba ante el caso más difícil de su carrera. Un caso en el que lo importante no eran las motivaciones del asesino, sino las del muerto.

Tras haber pasado los controles de la urbanización privada llegó a la mansión, o mejor dicho a su valla exterior (un lujoso trabajo en forja y piedra). Se identificó y recorrió un par de kilómetros más con el coche. Al bajar vio una furgoneta de Vostok en la parte de atrás del edificio. ¡Cómo se notaba la gente de dinero! ¿Podría él algún día probarla? Pensó que no. Cada botellita costaba la friolera de 600 euros.

Fue recibido por el mayordomo, quien le condujo al lugar de los hechos. Allí encontró a dos de la científica que estaban terminando y les hizo un par de preguntas. Acabó pronto. Después le pidió al mayordomo hablar con algún familiar del muerto. La viuda le recibió.

         - Buenos días, inspector. ¿Desea beber algo?
         - Agua, por favor -dijo maliciosamente, bromeando con la idea de que le trajesen Vostok.
         - Agua también para mí, por favor -dijo ella sin mirar a nadie.

Estaba ofreciéndole sus condolencias a la viuda cuando el mayordomo volvió con dos botellas de Vostok y sendos vasos en una bandeja. Los ojos casi se le salieron de las órbitas. Ella debió notarlo porque soltó una sonrisita (y el mayordomo también). No era vieja ni joven; tenía esa edad indefinida que da la cirugía estética y el bótox. Bebió agua. Tampoco parecía muy triste, lo cual no era un crimen. Era la segunda esposa del muerto y el asesino era su hijastro. No le ofreció ninguna información de valor, pero ya lo esperaba. El agua por otro lado... sabía a agua, nada más. Nada especial. Se despidió sin acabársela.

De camino a comisaría vio a unos críos andrajosos llorando, mientras miraban un balón desinflado. Paró y les regaló la caja de parches que había comprado para su bicicleta (su único medio de transporte privado). No solía hacer aquello, pensó. Pero tampoco era algo malo. Y la cara de agradecimiento de aquellos chavales le había llenado de energía para seguir trabajando. Pasó el resto de la tarde coordinando el equipo de investigación y revisando pruebas e indicios. Cuando terminó era ya tarde. Dudó si volver a casa o ir a visitar al forense. Al final las ganas de darse una ducha ganaron.

Ya limpio, abrió la alacena y eligió su cena: lasaña. Imaginó como sería tener un frigo en casa (y cosas con que llenarlo). Eso sí que le hubiera gustado. Pero los pobres como él se tenían que conformar con la comida preparada, y esa se conservaba bien sin frío.

Mientras cenaba siguió dándole vueltas al asunto de los asesinatos. Todos los muertos eran unos egoístas hijos de puta sin motivo aparente para querer ayudar a nadie. Y tampoco parecía que sintiesen ninguna animadversión hacia sus herederos. No obstante, habían decidido emplear ingentes sumas de dinero en ayudar a los demás. ¿Por qué? Aquello no tenía ni pies ni cabeza. El FBI, Scotland Yard y dios sabe quien no daban con la respuesta. Pensó que era un iluso por creer que él podría encontrarla.

En la tele otra vez el dichoso anuncio: “Ya disponible en tiendas gourmet-luxury”. ¡Vaya! Ahora los ricachones ya podían adquirir el agua en tiendas (tenía entendido que solo se entregaba bajo pedido; y sólo a los más exclusivos). Seiscientos euros por una botella de agua que él encontraba igual que las de seis euros.
Abrió una botella de vino. Apagó la tele y se conectó a la red. Mientras navegaba sin rumbo definido, saltando de enlace en enlace y de búsqueda en búsqueda, siguió pensando. ¿Cuál era el hilo conductor? No había salido a la luz, pero también había habido varios intentos fallidos de asesinato; y las víctimas seguían adelante con sus planes: donaciones a ONG, Fundaciones y otros proyectos solidarios; miles de millones de euros de perdidas para los futuros herederos si sus abogados o una incapacitación no lo evitaban. Y ningún rencor hacia los que habían intentado acabar con sus vidas.

Sería interesante poder hablar con ellos, pero sabía que eso estaba fuera de sus posibilidades. El caso lo llevaba otro inspector y sus superiores se lo habían dejado bien claro: nada de inmiscuirse, ni molestar a nadie de las altas esferas. Así que hizo una tontería: mandó un email al contacto oficial del FBI que le habían facilitado; le pidió información acerca de los magnicidios que se habían producido en EEUU en la última semana. Sonrió. Por supuesto, no esperaba que se la facilitaran. Abrió otra botella. Después, se sorprendió a sí mismo entrando en la web de una ONG y haciendo una donación. ¿Estaría haciéndose blando? Recordó con añoranza que hubo un tiempo en que lo fue.

Decidió irse a dormir. Apago la pantalla. Estaba muy cansado. Y tenso. Sus superiores le estaban presionando mucho. Y no conseguía ver la manera de obtener resultados... el mundo era una mierda... el despertador sonó hasta que le dio una patada. Quince minutos más tarde se levantó completamente sudado y con un dolor de cabeza terrible. Maldito vino peleón. Se metió en la ducha.

Ese día había decidido gastar parte de su dinero en oír música en el coche. El viaje se le hizo corto. Estaba razonablemente contento. En la comisaría no había novedades, así que se metió en su despacho y miró el correo. El contacto del FBI le había contestado. Casi se tiró el café encima. No se lo podía creer. Le había mandado más de setenta informes.

No comió, ni salió del despacho hasta que los hubo revisado todos. Para entonces eran ya más de las diez de la noche. Se despidió de los compañeros y se fue a buscar un NC (nunca cerramos); tenía hambre. Compró unos deliciosos (según el sobre) churrascos de pollo y unas botellas de vino barato y se dirigió a casa.

Mientras cenaba pudo ver en la tele la aparición de otro multimillonario americano asesinado; esta vez un complot orquestado por su mujer e hijos. No daban abasto. Aquello parecía una locura. ¿Por qué esos viejos ricachones iban a querer donar su dinero? ¿Y por qué a sus familiares les daba por matarlos? Se dejo la mitad de la cena (que como se temía no estaba “tan” deliciosa como decía su envase) y abrió otra botella de vino. Estaba agotado, pero su mente no dejaba de funcionar, no parecía querer parar ni conciliar el sueño. Hizo lo que solía hacer en estos casos: se puso un canal de documentales. Esta vez eran bacterias. No tardó en dormirse.

Al día siguiente dos cosas palpitaban en su cabeza: la resaca y “endosporas”. Esa maldita palabra se la había metido en la cabeza: “endosporas”. Seguramente la habría oído en el documental. Intentó ignorar a ambas y se metió en la ducha. Después desayunó y se vistió. Buscó la palabrita en Internet. Y se quedó igual. Antes de llegar a comisaría paró junto a un cajero. Saco 500 euros (lo cual era un dineral para su miserable sueldo de mierda). Luego se dirigió al parque del Campo del Moro y lo echó en el sombrero de una vagabunda de tantas que pedía junto a una farola (para no ser denunciada por obstaculizar el tránsito peatonal). Corrió hasta el coche. Cuando llegando a su despacho se preguntó por qué lo había hecho, no supo contestarse. Pero una sonrisa inundó su rostro. Y se sintió feliz.

En el trabajo no encontró novedades. Así que se puso a repasar de nuevo los informes. ¿Qué tenían en común aquellos hombres y mujeres? Repasó de nuevo los dossieres de los muertos. Tenían que tener algo en común: un hábito, una costumbre, un lugar, un amigo o amiga. Y si, maldita sea, lo tenían, pero no todos. Unos se conocían entre sí. Otros apenas salían de sus fortalezas-refugio. Los había que fumaban y que no; que bebían y que eran abstemios; que tenían un amante, o varios. Cocainómanos. Pervertidos. Coleccionistas de relojes, coches, aviones. Se podían formar muchos grupos. Pero no un “único” grupo.

Eran las cuatro. Paró para comer. Salió de comisaría y dos calles más allá (se sabía el sitio de memoria) le compró unos tallarines y una cerveza a un chino cargado de bolsas. Era muy barato. Se suponía que la policía debía detenerlos, pero... había delitos más graves que perseguir. Además, ¿qué iban a comer los más pobres si empezaban a perseguir a los que no cumplían las normas de higiene? Esto si que estaba rico. Probablemente llevaba porquería, pero al menos estaba rico. Estaría ingiriendo bacterias, eso seguro, y puede que endosporas; recordó aquella palabreja y se le ocurrió algo. Decidió hablar con el forense. Pagó y se fue.

Cuando entró en la sala de autopsias se encontró a Mondejo comiéndose un sándwich, apoyado en el borde de la mesa sobre la que reposaba el cadáver que estaba analizando.
Ambos se conocían hacía años, así que fueron al grano.

         - ¿Vienes a preguntarme por los ricachones?
         - Sí y no. ¿Hay algo nuevo? ¿Alguna pista de por qué actuaban así?
         - No. Tus jefes me llamaron esta mañana para preguntarme. Y vino un tipo del FBI también. ¿Por qué se ha vuelto tan importante eso? Habéis cogido a los culpables, y tenéis pruebas contra ellos.
         - Sí pero no puede ser coincidencia; tú como científico lo debes saber: tantos casos, en el mismo lapso de tiempo, y por todo el mundo. Tiene que haber un nexo; y eso lo complica todo.
         - Sé que tienes razón. Pero odio tanto a esa gente...

Garzón sabía que si le dejaba continuar le soltaría su rollo filosófico acerca de lo que pensaba de los ricos y su decadencia moral e intelectual. Coincidía con él. Pero se conocía demasiado bien el discurso como para soportar oírlo otra vez. Así que le preguntó por el segundo motivo de su visita: las endosporas.

Aunque extrañado Mondejo le dijo todo lo que sabía acerca de ellas; resumiendo: que son estructuras bacterianas durmientes, muy resistentes, sin metabolismo detectable, que pueden sobrevivir durante millones de años y producir enfermedades.

         - ¿Y que tamaño mínimo tienen?
         - Bueno, las hay de hasta una micra.
         - ¿No estarás pensando en una especie de “peste de los ricos”? Es descabellado.
         - Necesitarías un vector mundial, pero a la vez caprichosamente selectivo y...

Aún no había terminado la frase cuando el inspector ya estaba cruzando la puerta. Y tenía sus razones para tanta prisa. O eso creía. Cuando paró el coche frente al cajero no tenía muy claro cuanto iba a sacar, ni para qué. Así que sacó el tope de la tarjeta. Ese mes estaba dejando la cuenta tiesa. Montó de nuevo en el coche y pensó que sería buena idea ir al Parque del Retiro.

Aquello estaba lleno de caravanas y tiendas de campaña desde la Gran Crisis. Funcionaban como una comuna (ilegal, por supuesto). La gente se le quedó mirando. Los perros, flacos, también. No era normal ver un coche de la poli acercarse por allí. Se bajó. Olía mal, como en la ciudad, pero distinto. No tenía ningún plan. Así que se acercó a un chaval y le preguntó.

         - ¿Quién manda aquí?
         - Esa -dijo el crío señalando con el dedo.

Le dio las gracias y un billete de 200 euros que el crío guardó deprisa, en un bolsillo de su pantalón, antes de salir corriendo. A continuación se acercó a la señalada. Era una mujer mayor, de pelo cano y mirada penetrante.

         - ¿Qué necesitan con más urgencia aquí?
         - Medicinas, agua potable y fosas sépticas.

Sacó del bolsillo de su chaqueta 2.300 euros y se los entregó.

         - Haga lo que pueda. Sé que no es mucho.

La miró a los ojos en silencio durante unos segundos y se dio la vuelta para irse. Ella habló.

         - Más que nada; que es lo que nos suelen dar. Quizá con esto pueda comprar medicinas indias, en el mercado negro. Ha salvado usted a unos cuantos. ¡Gracias! No esperaba algo así de un poli.

Garzón no se volvió. Una lagrima amenazó en su ojo izquierdo. Se puso las gafas de sol. Se estaba volviendo un blando, y estaba seguro de saber el porqué. Feliz, montó en el coche y se dirigió a comisaría.

En el correo su enlace del FBI le preguntaba si había dado con algo interesante. Decidió no contestarle por el momento. Llamó a los miembros de su equipo, los reunió y les pidió que consiguieran una lista de cada muerto con todos los productos de alimentación que habían adquirido durante el último mes, y todos los restaurantes que habían visitado y lo que habían tomado. Debían dejar lo que estuviesen haciendo, era prioritario. Y tenían hasta mañana. Aunque extrañados nadie preguntó. Los despidió agradeciéndoles sus esfuerzos. Pasó un par de horas redactando un nuevo informe que casi terminado guardó criptografiado a 2048 bit y se fue a casa.

Antes de llegar, una parada a mitad de camino, en el NC, para reponer su bodeguilla y comprar una pizza. Había cogido una de esas que agitas y se calientan solas. Aparcó el coche enfrente de casa. Subió, enchufó el sillón relax y puso la pizza encima; fue a por un vaso. Con la pizza bien calentita y el vaso lleno se puso a cenar. Si por la mañana podía confirmar la existencia de un “vector” común a todos los muertos su teoría se vería confirmada. Eso le animó. Busco información sobre la Antártida en la red. Y se hizo miembro de otras dos ONG. También se bebió dos botellas; tendría que comprar más. Sabía lo que le estaba pasando, pero no le importaba; al contrario, le agradaba y le parecía positivo. Con esa cálida sensación y un soporífero documental sobre megacárceles se quedó dormido. Mañana sería otro día...

Despertó sobresaltado y así permaneció el resto del día. Antes de llegar a la comisaría paró en el cajero. Dejó 600 para pasar lo que quedaba de mes y sacó el resto. Conocía un cura que trabajaba cerca de allí y que realizaba una gran labor (tanto sería así que lo habían excomulgado). Le entregó el dinero y se dio la vuelta. Le daba vergüenza no haberlo hecho antes. Mientras salía apresurado de la casa pudo oír un “Gracias. Ha hecho usted mucho bien”, seguido de un “Yo le conozco”.

Llegó sonriendo al trabajo. Estaba seguro de estar en lo cierto. Saludo efusivamente a sus compañeros al entrar en comisaría. En el despacho, sobre su mesa, la tableta parpadeaba con los informes que había pedido el día anterior. Salió y sacó un café de la máquina. Presentía que le iba a hacer falta. Pegó un sorbo. Se quemó. Empezó a mirar los informes. Listados interminables de productos. Pero afortunadamente el no iba a compararlos todos. Sabía lo que buscaba...

Se encerró en su despacho durante toda la mañana. Y uno por uno fue revisando los informes hasta que, en cada uno de ellos, lo encontró. Estaba satisfecho. No veía posible estar equivocado; y menos con las terribles ganas que tenía de regalar su casa. Así que buscó el gourmet-luxury más cercano en su ordenador. Terminó su informe sobre el caso; lo adjuntó criptografiado con un algoritmo menos seguro (de 1024 bit) a un correo, escribió en asunto “la verdad sobre las muertes de los magnates”; y añadió más de 700 destinatarios, entre los que estaban ONG, medios informativos y activistas. Programó su envío para veinticuatro horas más tarde.

Se sentía pletórico. Subió al coche silbando. Y no paró de cantar durante todo el camino hacia la exclusiva tienda. Aparcó en la puerta sabiendo que, como representante de la ley, no le iban a decir nada. Aunque eso no le eximió de que le miraran mal y le trataran con sequedad. Le daba igual. Pagó a crédito. Mientras avanzaba hacia la salida las bolsas no pararon de tintinear. Eso le recordó que debía transportarlas con cuidado. Las puso en la parte de abajo de los asientos de atrás dentro de un macuto con algo de ropa que había preparado al efecto. El trayecto que debía hacer se lo sabía de memoria...

Colmenar. La mayor instalación de tratamiento de aguas del Canal de Isabel II. Ese era su destino. Al llegar bajó la ventanilla. Sacó la placa y se la mostró al de seguridad. Aparcó junto a las oficinas de control. Cogió el macuto. Comprobó que el arma tuviera el seguro puesto. Bajó.

         - Inspector Garzón. Brigada antiterrorista (mintió). Tenemos fundadas sospechas de que han saboteado o intentado sabotear una estación de tratamiento de agua potable, aquí en Madrid. Me gustaría realizar una inspección ocular -dijo mientras mostraba la placa.
         - ¿Qué desea ver exactamente? Esto es muy grande -dijo el que parecía estar al mando de aquello.
         - Sobre todo me interesan los depósitos de agua tratada. Creemos que pueden haber intentado añadir algo al agua.
         - Aquí no ha pasado nada extraño últimamente; no obstante, sígame. Por cierto, me llamo Juan.

Le condujo por un pasillo hasta otra salida lateral. Allí montaron en una especie de cochecito de golf. El viaje duró apenas cinco minutos; tiempo más que suficiente para que tuviera que oír varios chistes machistas, y otros tantos racistas. No se dio cuenta de que habían llegado. Los depósitos estaban soterrados.

         - Ya hemos llegado.
         - Sí. Ya veo. ¿Y hay forma de acceder al agua?
         - Solo a través de estas tapas. Y solo yo tengo la llave -dijo mientras sacaba un aparatoso trozo de metal de bolsillo. ¿Quiere echar un vistazo?

Abrió la tapa que tenían más cerca. Garzón estaba preparado para dejar inconsciente la tontaina aquel, pero el sonido del teléfono móvil lo salvo...

         - Tengo que dejarle solo un momento. Ha habido un problema en una de las plantas de filtrado. Un animal muerto se ha quedado encajado y el operario nuevo no consigue retirarlo.
         - No se preocupe. Le esperaré. ¿Cuantos depósitos hay?
         - Tres. Pero sería suficiente con acceder a uno; confluyen en un mismo ramal.

Le estaba saliendo redondo. En cuento vio el cochecito alejarse abrió el macuto. Sonreía, tanto que le dolía la mandíbula (la falta de costumbre, pensó). Vació todas y cada una de las botellas de Vostok Springs que llevaba en el depósito. Luego las volvió a guardar en el macuto, con cuidado, entre la ropa, para que no hicieran ruido.

Cuando el tal Juan volvió diciéndole que habían sacado un caballo, él le contó que le habían llamado de comisaría (volvió a mentir); y que las pistas apuntaban hacia otro lado; debía irse, mintió. Durante el camino de regreso en el cochecito hizo ver que estaba ocupado con la tableta y se ahorró los chistes.

Se despidió cortésmente, incluso efusivamente, y le dejó una tarjeta. Aquel tipo era un cretino, pero un cretino fundamental para que todo hubiera salido bien. Estaba pletórico. Se fue a un bar. Hacía tiempo que no se lo permitía. Se pidió un bourbon. ¡Lo había conseguido! Resolver el caso también, pero eso tardaría un tiempo en saberse, tanto como tardaran en desencriptar el archivo (no más de unos meses), y para entonces él ya no estaría localizable...

Si estaba en lo cierto pronto todo aquello sería imparable. La transformación que se había producido en él debía ser idéntica a la sufrida por “los ricachones generosos” (así los habían llamado los periódicos). Y esta había empezado justo después de beber Vostok Springs. Con lo que había hecho esperaba que más de la mitad de la población de Madrid sintiera lo que él sentía (y no era poco pues allí estaban los propietarios de más del cincuenta por ciento de la riqueza del país). Era feliz.

Se tomó otra copa. Pagó y se fue. Pegó el último sablazo al cajero. Pasó por casa y recogió algunas cosas, que puso en el macuto. Luego cerro con llave. Bajó y abrió las cuatro puertas del coche (ningún ladronzuelo que se preciara dejaría pasar la ocasión). Se fue andando por el paseo del Parque de la Montaña y le dio la dirección de su casa y las llaves a una pareja con tres pequeños que se cruzó. La madre, llorando, acercó las maños al cuello del menor y cogió algo. Era una cadenita de oro. La puso en la mano del inspector cerrándola y mirándolo a los ojos. El hombre asintió.

         - Gracias; me dan mucho más ustedes a mi -dijo mientras apenas acertaba a ponérsela; y se marchó de allí.

Cuando llegó al Retiro estaba amaneciendo. La mujer de la otra vez, estaba en el mismo sitio. No se sorprendió al verle. Parecía esperarle...

         - Venga y le enseñaré donde dormirá. Necesitamos a gente como usted...

Garzón estaba en casa, lo notaba, como no lo había notado en veinte años viviendo en aquel piso. Agarro la cadenita. Respiró hondo. Sonrió...

Tres meses después la noticia estaba en todos los medios de comunicación. Un otrora prestigioso inspector de policía, en la actualidad en paradero desconocido, había destapado la más increíble historia:

Vostok Springs Ltd., la empresa rusa que distribuía la famosa agua, había surgido como consecuencia de la falta de recursos económicos de los investigadores científicos de la base Vostok II; derretían el hielo a más de 3 kilómetros de profundidad para construir la primera base permanente humana en el lago subglacial Vostok. ¡En! ¡y no sobre! Tal proeza requería de ingentes cantidades de ingeniería y dinero. Así que decidieron vender lo que antes tiraban como subproducto de sus obras. Y con una agresiva campaña de publicidad dirigida a las élites y un envase del famoso diseñador hispaño-zulú Karlos Lagartijo, lo vendían a precio de oro.
Hasta ahí todo correcto, sólo hasta ahí. Todo lo demás era una chapuza: una membrana de ósmosis inversa de 5 micras, un viejo microscopio óptico como único control sanitario, ninguna exposición a rayos ultravioleta, ni a agentes químicos. ¡Ningún otro tipo de medida! ¡Nada! Del hoyo a la botella, y a venderlas a 600 euros.
Pero en las botellas se les coló una bacteria, concretamente una mycoplasma de una micra de tamaño carente de pared celular y por tanto resistente a la mayoría de los antibióticos, o mejor dicho sus endosporas. Estas al encontrar un ambiente mucho más propicio fuera del lago subglacial proliferaban, infectando a toda élite sedienta que bebiese el agua; aunque solo manifestando sintomatología en las personas de más edad. Poco más sabían de ellas, salvo que parecían pasar al torrente sanguíneo y después afectaban al cerebro. Lo que estaba claro es que alteraban la conducta. ¡Y de qué modo! Los huéspedes no se sentían mal, al contrario. Tampoco parecían perder facultades. Simplemente su manera de ver el mundo cambiaba...

Ya era demasiado tarde para hacer nada. Otros, más poderosos que Garzón, e igualmente infectados, tuvieron acceso a su informe casi un mes antes. Y habían actuado en consecuencia: todos los mares y océanos estaban contaminados con la bacteria, y también ríos y lagos. Si es que toda la población humana no era ya portadora, pronto lo sería. Y si había algún modo de acabar con la bacteria no sería fácil de encontrar, ni rápido. Solo quedaba esperar, ver que sucedía.

El sol se escondió entre las ramas de un árbol. Garzón sonrió agradecido. Aquella bacteria había garantizado su propia prosperidad infectando al ser humano y modificando la conducta de este de tal modo y a tal escala... quizá la humanidad hubiera logrado escapar de la autodestrucción... volvió al trabajo. Había tanto por hacer allí en el Retiro. Estaban poniendo las luces de la escuela (botellas de plástico llenas de agua y un poco de cloro).

Se notaba un cambio. Cada vez venía más gente a ayudar; y a quedarse. Saber que en tu vejez te volvías tan solidario, o empático, o como lo quieras llamar, estaba cambiando la psique de la gente. Y por primera vez en décadas vetustos poderes, públicos y privados, estaban aportando dinero y medios en pro de los más necesitados.

El tiempo ha demostrado que estamos ante una de las más fructíferas simbiosis de la historia...

4 comentarios:

  1. Meet the Man Who Lives on Zero Dollars

    https://vimeo.com/40669770

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    1. Me ha gustado mucho, aunque reconozco que aún no estoy preparado para llegar tan lejos...

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  2. Sinceramente he disfrutado leyendo… sinceramente si todo este mal que habita en nosotros se resolviese con tanta facilidad estaría dispuesto a beber Vostok, no obstante le invito a un trago: ¡salud!

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    1. Muchas y sinceras gracias por tu comentario; nada me motiva más a seguir escribiendo que tener algún lector... :))
      Y ya que me invitas a un trago... brindemos: ¡Vostok para todos! ;))

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