Caida Libre

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(Gracias a Cecilia Giménez por su Ecce Homo)
Álex iba fumado. Estaba de buen rollo. Había hecho aquello cientos de veces y no estaba nervioso. Faltaba poco para que llegaran al punto de salto. El “pájaro humano” al que debía grabar era un tipo grandote y gordo de las islas “noseque” que apenas hablaba unas palabras de inglés; pero tenía mucho dinero. Le iba a sacar un buen pico al pájaro aquel. Pensó que con el mono rojo y marrón que llevaba el tipo parecía una perdiz; le entró la risa tonta...

El gordo lo miró, sonrió y levantó el pulgar dirigiéndose a la puerta. La luz estaba verde. Álex cogió la microcámara de mano y se puso el casco. Se acercó al gordo y asintió con la cabeza. Ya estaba preparado. El gordo salto. Él contó hasta tres y saltó detrás. Enfocó al gordo con la cámara: parecía más perdiz que nunca. Álex estaba muerto de risa. Pero de repente se puso serio.

Pensó que era un gilipollas. ¡Un imbécil! ¡El tonto más tonto de todos los tontos posibles en este universo! ¡Y quién sabe si en otros! En un exceso de confianza... ¡No se había puesto el paracaídas! Ni al fumeta más tonto y más colgao le pasaba algo así, pensó. Le entró una risilla nerviosa. Tenía poco tiempo, lo sabía. Así que debía pensar rápido.

Miró en derredor. El gordo estaba más abajo, ignorante de lo ocurrido. No le podía servir de ayuda. En el improbable caso de que lograra llegar hasta él, no creía que el paracaídas aguantara. Pensó en la microcámara, en dejarle un mensaje a María. No era buena idea. La cámara no sobreviviría al golpe. Miró el crono. Había saltado desde 4.000 metros de altura, así que tenía tiempo suficiente. Activó el móvil y el bluetooth del casco; llamó a María. Era una locura, pero...

        - Hola Álex. ¿Has terminado ya? ¿Ha ido todo bien? ¿Cuando llegarás a casa?

         - Cariño. No voy a volver. Quiero que sepas que te quiero mucho. Aún no he terminado. De hecho estoy en pleno salto... sin paracaídas...

         - ¿Cómo que sin paracaídas? Álex. ¡No me gusta nada esta broma! ¡Para ya!

        - No es broma. Estoy a punto de morir. Quería decirte lo mucho que te quiero. He sido muy feliz contigo. No dejes que esto te afecte. Todo irá bien cuando nazca el niño. Me gustaría tanto estar ahí. Dile que su padre le quería mucho...

        - ¡No puede ser verdad! Esto no puede estar pasando. ¡Dime que no está pasando!

        - ¡Lo siento! ¡Lo siento tanto!

        - ¡Álex! ¡Álex!

        - Adiós, mi vida.

Colgó. No podía soportar más el dolor que le provocaba despedirse de ella. El gordo acababa de abrir su paracaídas. ¿Qué cara pondría cuando viera que le adelantaba? Risa y llanto fluyeron a la vez. El teléfono sonó. Era María. Lo tiró. Miró hacia abajo. Estaba viajando a unos 200 km por hora. Le quedaba poco tiempo. Se asombró de no sentir miedo. Fue pensarlo y de repente le entró.

Un escalofrío recorrió su espalda y por un momento se imaginó estrellándose contra el suelo; sus huesos crujiendo mientras sus órganos se desparramaban varios metros alrededor. Vomitó. Si bien tuvo la precaución de girar la cabeza para no echarse la “papilla” encima. Pensó en las raras preocupaciones que se pueden llegar a tener cuando se va a morir. Había pasado un minuto y quince segundos (que es el tiempo que tú has tardado más o menos en leer esto). Apenas quedaban 15 segundos. Quiso ser valiente. Miró al frente. No pudo evitar orinarse... 20 metros... 10 metros... el suelo en la cara...

Un alarido despertó a los vecinos de Álex y María. Ella lo encontró sentado en la cama, sudoroso y temblando. Se había meado. Lo besó y acarició. Lo acompaño a la ducha. Quitó las sábanas húmedas. Preparó café y tostadas. Y cuando Álex salió, desayunaron. Él le contó la pesadilla que había tenido y como le había abierto los ojos. Había tomado una decisión drástica. Radical. Le gustaba mucho, pero lo dejaba... lo dejaba para siempre... dejaba los saltos en paracaídas...

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