- Tiene usted una rara dolencia...
-
¿Y es grave?
-
¿Grave? No, no. Ha sufrido daños serios en el lóbulo prefrontal a
raíz de su accidente. Concretamente en la circunvolución frontal
inferior; y parece que la región está sobreestimulada; sobre todo
sus células espejo. Una pena que no muestre sintomatología,
clínicamente hablando, por supuesto...
-
¿Y?
-
Y nada. Según los análisis y las pruebas, nada. No le pasa a usted
nada. No se encuentra mal. Su cerebro funciona perfectamente. Esté
tranquilo. No se morirá de esto. Se lo garantizo.
-
Pero he pasado 15 días hospitalizado...
-
Bueno, ese es un asunto que tendrá que resolver en administración.
Yo solo puedo decirle que está usted perfectamente sano y darle el
alta. Y alegre esa cara: el conductor dice que no va a presentar
cargos contra usted...
Había
tenido muy mala suerte. Un paso de cebra en verde. Un coche con
licencia free-driving que no tenía por que respetar el semáforo en
rojo. Y él, atontado, pensando en sus problemas; en lo que podría
hacer para ganar algún dinero extra con el que comprarle un regalo
de cumpleaños a su hijo pequeño.
No
había entendido una mierda de lo que le había dicho el médico,
salvo que estaba bien; lo que le habían explicado en administración
sí que le había quedado más claro: les debía mucho dinero y, como
no podía ser de otra manera, se lo iban a cobrar.
Tras
despedirse del médico todo había ido a peor. Pero nada le
sorprendió.
Primero,
en administración hospitalaria, mientras cargaban a su tarjeta de
identidad la deuda, y ante la falta de fondos de ésta, le repitieron
con una sonrisa que tomarían todas las medidas necesarias para
cobrarse: desde la enajenación de órganos no vitales hasta el
desahucio preventivo de su casa; la ley les amparaba.
Luego
recibió un mensaje de su empresa: su despido electrónico. No
querían tarados.
La
guinda le esperaba en casa...
Los
niños no estaban. Los barracones del colegio ya estaban arreglados y
las clases se habían reiniciado. Su mujer le recibió en silencio.
No se habían visto desde que tuvo el accidente (no podía dejar su
trabajo o lo perdería). El intentó abrazarla, pero ella se apartó
y con lágrimas en los ojos le señaló la pantalla de la casa (una
única habitación plasticosa donde todos comían y dormían).
Mostraba el certificado de divorcio. Le había dejado. Sin parar de
llorar, ella, por fin dijo algo.
-
Si no lo hubiera hecho nos habrían quitado la casa. Eres demasiado
viejo para que estén interesados en tus riñones, testículos, o
pulmones. Y sin casa me hubieran quitado a los niños...
-
Lo sé. Y lo entiendo, pero no esperaba un recibimiento tan frío.
-
Es el único que te puedo dar. No tene... teníamos nada ahorrado. Lo
sabes. Y yo sola no podía hacer frente a todos los gastos durante
dos semanas. Te tienes que ir.
-
¿Qué quieres decir?
-
Ahora tengo otro hombre. Y tus hijos tendrán otro padre. Tiene un
buen trabajo, y no es mala persona. Lo siento mucho, Martín. Yo te
qu...ería. Esto no tenía porqué haber pasado. Lo siento de verdad.
-
¿Los niños están bien?
-
Te echan de menos, pero se les pasará; aún son muy pequeños.
Se
notaba raro, todo le daba vueltas, le dolía el pecho, tenía ganas
de gritar, pero lo único que salió de sus labios fue: “Déjame al
menos cenar antes de irme”. Ella le calentó una mono-dosis de
gachas en el viejo y destartalado microondas. Se las comió
rápidamente, sin levantar la mirada, pensando que quizás fuesen las
del nuevo hombre de su antigua mujer. Se lo dijo. Y ella le respondió
que no se preocupara, pero que se diera prisa. Si lo veían por allí
podrían acusarla de falso divorcio.
Acabó.
Recogió sus pertenencias (apenas llenó una mochila) e intentó
besarla antes de abrir la puerta. Ella le puso la mejilla... pero
luego se lo pensó mejor y lo beso en la boca. Lo que ocurrió a
partir de allí y durante los siguientes 27 minutos pertenece a su
intimidad; y aunque los ojos del gobierno lo ven todo, nosotros vamos
a respetarla...
Se
marchó antes del atardecer, entre besos y lágrimas; antes de que
volvieran los niños; antes de que su nuevo “padre” regresara del
trabajo.“Antes”. ¡Si todo fuera como “antes” del accidente!
¡O como “antes”, en tiempos de su abuelo! (que tenía coche y
todo). Pensaba mientras andaba sin rumbo. El estaba en el “después”.
Un después sin mujer ni hijos. Sin trabajo. Sin futuro. Agarró con
fuerza la mochila y apretó el paso. Recordó que había un 11THand
no muy lejos donde podía vender algunas de sus pertenencias. Si te
conocían bien y lo pedías, te pagaban en billetes; esta práctica
era ilegal, pero bastante común entre la clase baja (el 95 % de la
población). En teoría sólo se podía cobrar en i-dinero.
En
el 11THand no tuvo que esperar mucho para que una cabina confidencial
quedara libre; vendió un par de antigüedades, 2 libros de
principios del siglo XX. Cobró quinientos en i-dinero a nombre de su
ex-mujer y salió de allí con cinco viejos y mostosos billetes de
cincuenta euros y un recibo por una venta de 500 i-euros,
supuestamente firmado por Laura Pombo (su amor, su ex-mujer).
Avanzó
unos metros por la acera y se paró. Las calles estaban llenas de
gente yendo a alguna parte. Él no sabía adonde ir. Se quedó allí
plantado un buen rato, sin saber que hacer... a partir de aquel
momento todo se aceleró.
Primero
le multaron por permanecer más de 30 minutos parado en la acera
(300€) obstruyendo la libre circulación del resto de ciudadanos;
intentó explicarle al guardia (un tonto con gorra) que no tenía
adonde ir, pero la única respuesta que obtuvo fue un sonoro “ese
no es mi problema”; después pensó que le daba igual, que no
podían cobrarle pues no tenía i-dinero.
Luego
le volvieron a multar por orinar en un callejón (otros 300) y
recibió un primer aviso de la agente: “Acumula usted dos faltas
graves. La cuarta supondría su internamiento en un Centro de
Utilidad Social. Tiene dos días para pagar la multa. No pagar es una
falta grave”. Solo de pensarlo tembló; lo había olvidado por
completo. ¿Cómo había podido olvidarlo? Aquellos lugares donde, sí
o sí, eras útil a la sociedad; donde evaluaban si te reeducaban o
reutilizaban tu materia (tus órganos y miembros o, literalmente, tu
materia: carbono, nitrógeno, calcio, fósforo...).
Echó
a andar. Si seguía en la ciudad acabarían apresándolo. Dormir en
la calle estaba prohibido; al igual que registrar en la basura,
mendigar, vender sin licencia, trabajar sin papeles (con papeles le
quitarían todo lo que ganara), o salir a la calle con una tarjeta de
identidad sin i-dinero. Por eso hacía mucho que no había vagabundos
por las calles.
Hasta
el momento había tenido suerte y ambos agentes habían aceptado su
soborno: 50 € cada uno. Pero apenas le quedaban 100 € y no había
pasado ni un día. Más pronto que tarde le pillarían. Así que tomó
una decisión: salir de la ciudad; buscar esa otra “ciudad” en
ruinas de la que había oído hablar a viejos y vagabundos. No sabía
mucho sobre ella, salvo que allí las autoridades nunca entraban y
que estaba hacia el este...
Se
acercó a una parada de taxis. El tercer taxista al que preguntó
aceptó cobrar en metálico. Eran tiempos duros para casi todos. Era
un tipo bajo y bastante cabezón; decir que estaba delgado sería no
decir nada, pues todo el mundo lo estaba (suele pasar cuando comes
poco). Su voz era aflautada, aunque no resultaba molesta.
-
¿Y adónde me ha dicho que quiere ir?
-
No se lo he dicho. De momento vaya hacia el este.
-
Sí, pero ¿adónde? ¿A qué dirección, calle, barrio?
-
Al este. - espetó secamente.
El
taxista se le quedó mirando un buen rato a través del espejo
retrovisor. Arrancó. Y no volvió a decir nada durante los
siguientes 30 minutos. Tras salir a la superficie, por fin habló. El
cielo era asombroso.
-
¿Cuánto va a poder pagarme?
-
Noventa y nueve euros. Los sacó y se los entregó.
-
Eso le da apenas para otra media hora de viaje...
-
De acuerdo. Gracias.
Otra
vez silencio e involuntarios cruces de miradas a través del
retrovisor. Pasó la media hora pero el coche no paró, y el taxista
no dijo nada: parecía saber mejor que él hacia donde se dirigía.
-
No tengo nada más con que pagarle.
-
Lo sé. No se preocupe. De todas formas ya casi hemos llegado. La
compañía nos prohíbe entrar en la ciudad vieja. Nadie va allí.
Dijo
aquella última frase mirándolo fijamente a través del espejo.
Quería una respuesta. Después de todo le estaba haciendo un favor.
-
No tengo nada. Me he quedado sin trabajo y sin dinero. Y no quiero
acabar echo cerillas.
-
Tenías mujer e hijos, ¿verdad?
-
¿Cómo lo sabe?
-
No eres el primero al que traigo hasta aquí. - El taxista le sonrió
amargamente mientras paraba el taxi. - Ya hemos llegado. Te deseo
suerte. Sólo tienes que seguir recto por la avenida principal;
alguien saldrá a tu encuentro, dicen...
-
Adiós. – contestó. - Y tome. - Abrió la mochila y le entregó su
tarjeta de identificación (a él ya no le iba a hacer falta y sabía
que en el mercado negro valían un buen dinero). El taxista la cogió
sin rechistar.
Bajó
del coche. Y se fue andando por la semienterrada carretera. Varias
horas más tarde y unos 10 kilómetros después, al fin, se internaba
en las ruinas de lo que debía haber sido una fabulosa ciudad (y que
ahora a lo lejos no parecía más que una colina). No tenía nada que
ver con Nueva Las Vegas. Ésta era una ciudad a lo alto, no enterrada
bajo tierra. Y todo parecía hecho de piedra y hormigón. Nada de
plástico orgánico, o bambú sintético. Estaba invadida por el
polvo de la meseta, y matojos de hierba seca aparecían aquí y allá;
así como algunos árboles, aunque éstos, mucho más escasos. Caminó
un buen rato más; calculó que unos cinco kilómetros. Aquella
ciudad no era pequeña.
De
vez en cuando oía ruidos, pero era incapaz de identificarlos, o
descubrir el origen. Pensó que seguramente eran animales. ¿Cómo
serían los habitantes de aquellas ruinas? ¿Cómo le recibirían? De
repente vio algo que hacía muchos años no veía: una flor. Paró
para contemplarla absorto. Era silvestre y descuidada. Muy diferente
de las de celulosa que estaba acostumbrado a ver. Era preciosa.
Mientras se acachaba (su padre le había contado una vez que las
flores naturales olían) hacia ella oyó un clic. Cuando se giró vio
a una robusta anciana apuntándole con una pistola láser, como las
de la policía.
-
Levanta las manos despacito, capullo... las margaritas no huelen.
Levantó
las manos. Fue conducido a una de las comunidades. Fue interrogado.
Se le aceptó como a uno más. Trabajó duro, ayudó y, sea por su
rara enfermedad o no, nunca dejó a nadie en la estacada, nunca le
negó a nadie un favor. Cuando, años después, la vieja líder dejó
de ser elegida, cuando murió, él fue elegido por abrumadora mayoría
el nuevo líder. Y lo que hasta entonces había sido tan solo la rara
enfermedad de un solo hombre, empezó a florecer por doquier como un
ideal ,en una ciudad en ruinas, a la que antaño llamaron Madrid: la
honradez.
Pasaron
cuatro años de alegría y paz, en los que apenas nada supieron del
exterior; años de cierta prosperidad en los que la utopía de una
sociedad de iguales se rozaba con los dedos mientras caminabas por
las concurridas estaciones de metro, ahora reconvertidas en espacios
públicos: mercados, teatros, escuelas y negocios particulares
florecían por doquier. La honradez estaba sustituyendo a la justicia
como valor primordial de aquella sociedad...
Me
gustaría acabar aquí, dejando un sabor agridulce al posible lector,
pero la historia no acaba aquí, y no puedo aseguraros un final
feliz. Las fuerzas de seguridad de Nueva Las Vegas han decidido
resolver el asunto de las ruinas de Madrid. No pueden tolerar que una
democracia real y participativa haga sombra a su mediocracia. Que
alguien elegido por los miembros de una sociedad dirija a esta hacia
su objetivo es impensable. ¡Es un mal ejemplo! ¡El líder marca los
objetivos y la sociedad los acata! ¡Así funcionan las cosas!
-
Martín nunca olvidó a su mujer ni a su hijos; lo cual no le impidió
fundar una nueva familia. Era un enfermo de empatía, pero fue capaz
de entender que para cultivar en la jungla, primero hay que quemar la
selva; sabiendo que lo quemado nunca carece de valor. Si quería una
sociedad más justa, más pacífica, no podía rehuir el
enfrentamiento. Su gente así lo entendía. Y él los lideró. -
Nos
atacan sin piedad con sus ejércitos mercenarios. Su potencia de
fuego es abrumadora. Pero la táctica de guerrillas que estamos
siguiendo funciona: como mínimo tardarán años en derrotarnos... y
quién sabe si podemos ganar: ya hemos encontrado aliados entre sus
filas...
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