No esperéis demasiado del fin del mundo.
Aleister
Crowley.
Hansel
miró a un lado y a otro. Durante el turno de noche siempre se
quedaba solo, pero nunca se podía estar seguro del todo. No
aguantaba más. Subió las escalerillas y se bajó los pantalones.
Asomó su gordo culo sobre la inmensa cuba de acero y apretó; casi
sin esfuerzo (la consecuencia de una dieta pobre, pero rica en fibra)
terminó. En menos de 25 segundos había descargado su mojón, que
lentamente se perdió entre las aspas. Marrón con marrón. Crema con
crema. Principio y fin. Una sonrisa satisfecha llenó su cara. Se
limpió el culo y deposito el papel en una bolsita que llevaba al
efecto (para tirar, ya abajo, en una papelera como llevaba haciendo
desde hacía dos meses). Bajó y volvió a su monótono, mal pagado y
embrutecedor puesto de trabajo: doce horas diarias, solo, como
vigilante de una empresa completamente automatizada que fabricaba
helados hidrogenados para una exquisita, lujosa y exclusiva marca
internacional. Su vida era una mierda, pero ahora por fin la podía
compartir con los demás.
Bob
no era un lumbreras, nunca lo había sido, pero eso no le impidió
obtener su plaza de policía; como tampoco ser un psicópata le
supuso ningún obstáculo para convertirse en antidisturbios. Muy al
contrario; su docilidad para acatar las órdenes más controvertidas
y ”delicadas” le granjeó el favor de sus superiores; y su
bravuconería y machismo, la amistad de compañeros y colegas. Era
legendaria en el cuerpo su puntería con las pelotas de goma y su
habilidad para hacer que los estudiantes se mearan en los pantalones.
Años después, a nadie le extraño que, condecorado, le nombraran
Jefe de Zona; su carrera iba en ascenso sin que tuviera que
esforzarse. Pero cuando tuvo que enfrentarse a una plaga de células
antisistema fue incapaz de detenerla... eso le costó el puesto... y
desde entonces trabaja esporádicamente para la “inteligencia”.
Sigue sin ver relación de causa efecto en que siete de los
veintitrés supuestos cabecillas terroristas europeos crecieran en su
zona.
Isabelle
tenía un mal día, le acababan de comunicar el despido de su trabajo
legal (programadora informática) y le habían robado la mochila,
osea, prácticamente todo lo que tenía; así que cuando llegó a la
casa de los Depardieu no estaba de humor para cuidar críos. Otro día
más, trituró en la papilla de Amélie y disolvió en el biberón de
su hermanito Jean, sendas tabletas de Chislip (fina españolización
de China-Cheap Sleep). Las compraba en el mercado negro para calmar
sus nervios. Sonrío al pensarlo: que los niños se quedasen
durmiendo durante el resto de la noche sin duda la ayudaría a estar
tranquila. Se puso a buscar trabajo en internet, y así estuvo, sin
encontrar nada, hasta que los dueños de la casa la llamaron para
decirle que estaban en camino, y de paso pedirle que preparara café.
Isabelle gastó otra de sus tabletas antes de irse. Ni sabía, ni le
importaba que la dueña (neurocirujana) iba a ser llamada de urgencia
aquella noche.
Alekséi
no era mala gente; tampoco buena; se buscaba la vida, ya me
entendéis, pero no era un asesino. Pescaba carpas que luego vendía
en el mercado del pueblo vecino. Las cogía en el arroyo que manaba
de una grieta en una de las paredes de la central nuclear (cerrada
hacía 45 años, después del accidente); y para eso cada día
cruzaba dos abandonados perímetros de seguridad. Pero como quería
vender, todo eso no lo contaba. El no se las comía, no por nada,
sino porque no le gustaba el pescado. De todas formas, igual de malo
era morirse de radiación que de hambre, pensaba mientras les vendía
a aquellos pobres infelices aquellas hermosas carpas engordadas con
dios sabe qué. Cuando las había vendido todas, se iba al bar de la
esquina, a emborracharse con el ilegal aguardiente local. Aguardiente
que, se temía, era fabricado con el mismo agua de sus carpas, pues
hacía décadas que no salía nada de los grifos, y había visto un
par de veces por la zona la destartalada furgoneta del tabernero.
Loles
y Manuel se conocieron no haciendo nada, cuando eran adolescentes. El
resto de la pandilla siempre estaba yéndose a beber, o a follar, o a
manifestarse, o a robar unos 3d-phones. Ellos no. Así que a base de
hablar, de quejarse y de criticar a los demás
forjaron una sólida relación. Cuando se quisieron dar cuenta eran
un par de conformistas que estaban
viviendo juntos, sin saber por qué; soportándose, sabiendo que se
hacían daño el uno al otro, que no se querían; pero sin atreverse
a hacer nada, a cambiar nada. Y
con roce, pero sin cariño, fueron pasando las décadas, malviviendo
de sueños que cada vez costaba más recordar. Amargados los dos y,
quizá sin quererlo, amargando a todos cuantos entraban en contacto
con ellos. Hasta que se hicieron viejos y ya no pudieron trabajar; y
su situación se hizo insoportable. Y quisieron quejarse, cambiar las
cosas, pero descubrieron que ya no tenían fuerzas.
Paolo
sabía que si no lo hacía él,
otro lo haría. Así que no tenía muchos remordimientos. No es que
se vendiera al mejor postor, es que todos eran postores, y ninguna
opción era buena para el pueblo. Ponderaba la menos mala para la
ciudadanía
y la más ventajosa para él. Y le gustaba pensar que siempre salían
ganando los dos. Sonrió mientras se metía el sobre en el bolsillo
de la americana y miraba
el Rolex.
Llamó a su chofer, que le recogió en menos de dos minutos (las
ventajas de aparcar donde te da la gana), y
en apenas
diez minutos estaba volando por la autopista, a 190 km por hora,
camino de una cena de protocolo pagada
con los impuestos
de los ciudadanos, en la que se reuniría con los más granado del
empresariado local.
Maya
trabajaba en una fábrica ilegal de confección. Cosía etiquetas
taiwanesas en las que ponía “Made in the EU” a vaqueros
fabricados en China con algodón indio. Maya era analfabeta, así que
no entendía nada de lo ponía en las etiquetas salvo una cosa: la
talla. Su única satisfacción durante las catorce horas diarias que
pasaba en aquel sótano sin ventilación, era saber que le estaba
poniendo las cosas un poquito más difíciles a las “mujeres ricas”
que compraban esos pantalones en una famosa cadena internacional de
tiendas de moda asequible. A todos los pantalones les ponía una
etiqueta con dos tallas más. Llevaba tanto tiempo haciéndolo, que
sus compañeras, aún sin saber bien por qué, la imitaban. Miles de
pantalones salían cada día de aquella fábrica-almacén hacia
distintas partes del mundo, amargando a miles de mujeres que, una vez
más, comprobaban que estaban demasiado gordas para una 38. Maya
sonrió, que tontas eran aquellas mujeres... se lo merecían...
Nadie
se esperaba lo que ocurrió en realidad. A la gente que podía
permitírselo le gustaba ir al cine a ver películas catastrofistas
sobre el fin del mundo: meteoritos chocando contra la tierra,
invasiones alienígenas, pandemias varias (incluidos los zombies),
mega-atentados terroristas, guerras nucleares, e incluso simios...
todas con una acción trepidante en la que se nos describía como de
la noche a la mañana todo se iba al garete. Todas se equivocaban. La
cosa fue mucho más lenta... ¿o acaso te está pareciendo algo
rápido?
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