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Imagen original de tenz1225 - https://www.flickr.com/photos/tenz1225/ |
Las
cabezas empezaron a caer a las 11 de la mañana de un bonito y
soleado día de otoño. Era el 17 de octubre de 2017. Nada especial
había ocurrido. El mundo seguía igual que siempre, con sus muertos,
sus vivos, sus asesinos, sus violadores, sus putas, sus víctimas y
verdugos, solo que un poquito más tecnificado, más fácil y más
tonto.
Eran cabezas humanas imperfectamente cortadas,
sucias y semiputrefactas, que parecían haber pertenecido a personas
de diverso sexo, edad y condición. Caía una aproximadamente cada
segundo, siempre dentro del vallado del recinto de la Casa Blanca. Y
se desconocía su origen. Pronto periodistas con sus parabólicas,
soldados con sus fusiles y pobres con tiempo libre se apelotonaron
alrededor de la villa presidencial.
Aquello parecía un cuento surrealista: cabezas
surgiendo de la nada, acumulándose en montones que eran cargados en
transportes militares para ser analizados. Millones de reservas de
avión y cientos de miles de viajes por carretera para contemplar el
macabro fenómeno. Las interpretaciones religiosas se llevaron la
palma dentro del conjunto de teorías absurdas que se formó. Aquello
era un aviso, o un castigo, o incluso una bendición dependiendo de a
que asesor religioso te acercaras a preguntar.
El interés por la lluvia cabezona duró meses,
luego se fue perdiendo hasta pasar a ser un asunto menor. No había
explicación, no parecía haber solución y nadie parecía conocer
las caras de las cabezas. Total, que no había nada que contar salvo
el número de cabezas que iban cayendo y el estado del traslado de la
Casa Blanca a otra zona de W.D.C. En un año el traslado concluyó y
el terreno que antes acogía tan insigne vivienda pasó a dedicarse
en exclusiva a la recepción de cabezas. Como no se sabía muy bien
que hacer con ellas empezaron a incinerarlas todas. Allí mismo se
levantó la primera central eléctrica incineradora de cabezas del
mundo, la primera de las 7 que se levantaron en las cercanías de
W.D.C.
Se recogían aproximadamente 1.892 millones de
cabezas al año. Eso era mucha materia rica en grasas para quemar y
en un mundo falto de energía y de moral no se podía desaprovechar
una ocasión como aquella. En el año 2020 ya todo el mundo veía
normal que en pleno centro de la capital llovieran cabezas de la nada
para después ser convertidas en kw/h. Al final parecía que los que
vieron el inicio del proceso como una bendición tenían razón.
Todo un mercado se desarrolló alrededor del
mundo de las cabezas decapitadas: lamparas, pisapapeles, adornos de
acuario, bolos; incluso alguien, en un alarde de ingenio, llegó a
comercializar una línea de llaveros (reduciéndolas mediante un
complejo y costosísimo proceso) y bolas de billar. No había hogar
ni comercio sin la suya... y los turistas nunca paraban de llegar...
Hasta que, un día, algo aún más extraño
ocurrió, algo que precipitó el final de nuestra historia: la gente
empezó a perder la cabeza, literalmente; se despertaban por la
mañana sin sus flamantes azoteas... aunque ellos no eran
conscientes, no notaban la diferencia, y el mundo tampoco la notó,
pero esa, esa ya es otra historia...
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